Un Gran Salto Para la Humanidad

23 06 2008

El repentino fogonazo de un destello azul anticipó la llegada del Profesor Mercury que se materializó desde ningún sitio, rodando ladera abajo una trentena de metros hasta que unos setos de brezo frenaron su alocada caída.

– ¡Buffff!

¡Lo había conseguido! No sabía en qué lugar estaba, ni en qué momento, pero lo había conseguido. Era la primera vez que un ser humano lograba abrir un portal para cruzar de una dimensión a otra a través del continuo espacio-tiempo.

– Este es un momento histórico – Pensó.

Estaba algo magullado pero se sentía eufórico. Escupió la tierra que le había entrado en la boca mientras rodaba por la ladera y se incorporó sentándose sobre el suelo. Se descalzó la bota izquierda para sacar una piedrecita que le llevaba molestando desde que salió del laboratorio; el dedo pulgar le asomó por un agujero del calcetín. Sacudió la bota y puso la mano debajo para recoger la piedrecita. Un diminuto tornillo de precisión de color dorado cayó sobre su palma desnuda.

– ¿De modo que eras tu, puñetero? – Lo cogió con dos dedos para verlo de cerca y acto seguido lo lanzó lejos, como si fuera un hueso de aceituna. Una pequeña chispita azul brilló un instante en el lugar aproximado donde debía haber aterrizado el tornillo, pero, ocupado en otras cosas, el Dr. Mercury no la vió.

Ahora era cuestión de averiguar dónde, y en qué momento del tiempo, se encontraba. Intentaría remontar la ladera hasta la cima, para tener una vista elevada del lugar. Su reloj digital se había detenido y en la caída había perdido el medidor de intensidad de flujo, así que lo de averiguar las coordenadas temporales iba a ser más difícil, a menos que… preocupado se quitó el casco para comprobar si la cámara seguia en su sitio y funcionando. ¡Estupendo! Aparentemente, sí. Podría calcular el factor tiempo del viaje por la duración de la grabación de video. Se lo volvió a poner y sujetó bien fuerte la correa.

Estaba listo para continuar. Iba a ponerse de nuevo la bota cuando estalló otro repentino fogonazo azul que le hizo desaparecer tal como había llegado.

En su lugar apareció medio atontada, con las plumas revueltas y pringadas de salsa napolitana, sin entender nada de nada, una gaviota reidora (Larus ridibundus) que por una vez en su vida no le veía maldita la gracia a un chiste.

Una trentena de metros ladera arriba, un grajo (Corvus frugilegus), córvido negro de cara pelada y blanquecina entre el pico y los ojos, soltó un graznido y salió volando asustado.

© Pep Bussoms – 2008 (Todos los derechos reservados)


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